Por Carlos GALLEGOS PÉREZ
DELICIAS CHIH.- En el capítulo La Grandeza de Gardea y Espinosa, libro escrito por un servidor y Francisco Baeza Terrazas en tributo al sector salud deliciense y regional, se escribe la historia personal, profesional y literaria de dos grandes escritores delicienses que esculpieron su obra en letras de oro, la mayoría en elegías a Delicias, su cuna, su tierra, su cordón umbilical, su inspiración y su sol.
Qué talento el de los dos, uno odontólogo, docto en novela corta y en otros géneros mágicos que acuareleaban un mundo a veces irreal, a veces crudo y real.
Huraño y tímido, callado y adusto, generoso con su tiempo compartido en la cátedra universitario, hasta el final de su día terrenal fue atormentado ferozmente por la añoranza de su infancia en el ardiente clima deliciense, en el sopor del tendajón que sus padres tenían en la calle 3a, sitio de su inspiración y vuelos en el éter de la creación literaria, del vuelo de sus sueños sin fin.
En aquellas tardes ardientes en que su cerebro herbía en inspiración y creación, en las que platicaba con sus fantasmas reales mientras sus padres atendían a la clientela que llegaba procedente de ranchos ignotos herbidos en el caldo del verano, congelados en el hielo del invierno, azotados por los aironazos de marzo, refrescados por la misericordia del rocío del cielo, frutados al fin por el celeste trigo, por el albo algodón, por la la jugosa uva que al ser exprmida a pie descalzo era tranformada en elíxir pasajero que creaba un paraiso prodigioso y alargaba la pena diaria mientras llegaba la maldita cruda de la realidad disfrazada en eterna farra por asombrosa imaginación.
La letra del bardo tejía ese embrujo mentiroso y compadecido, efímero, que al extinguirse hacía llorar.
Alfredo era un espejo al revés, aunque también víctima de sus chamucos, también con sus vacíos en el alma, igualmente inalcanzable en sus alturas cuando se iba a habitar un universo exclusivo al que solo dejaba entrar a distinguidos huéspedes: su familia nuclear ausente, a los personajes de las pilas de libros que leía y releía en la biblioteca de la Plaza de Armas, al fulgor de su toque con el genio de su talento non, a las musas de belleza inmarcesible con las que nunca ha perdido contacto y lo siguen calentando, a los actores de sus novelas preñadas de las letras de José Alfedo, a Juan Gabriel, amo del sexo musical, a los locos de su Infierno Grande, al Zanforizada y a María de la O con los que confraternizó en la Plaza de Armas y luego en el infierno grande de su mundo de papel.
Qué grande paisano fue Jesús, nuestro escritor del sol, qué inspiradísimo prosista, poeta, pintor y escultor es Alfredo.
Qué delicienses tan raros, qué genes tan necesarios los suyos, qué nescesario que la ciencia los congele y un día feliz los replique en ese chamaco que pasea por la banqueta donde estuvo la tienda de los Gardea, en ese vagabundo que medita sentado en una banca afuera de la biblioteca donde Alfredo comía libros.