Por Luis SILVA GARCÍA
CD JUÁREZ CHIH.- Esa mañana del verano de 1964 en la zona agrícola del estado de Chihuahua estos dos niños, uno de 7 y el otro de 9 años de edad, fueron despertados muy de madrugada por su mamá. Era un domingo muy especial, domingo de béisbol, en el que viajarían con su papá a verlo jugar.
Esto no era usual, pues el señor padre jugaba béisbol en la ciudad capital, ubicada a unos 80 kilómetros de la zona agrícola donde vivían, y normalmente se iba los martes a la concentración del equipo “La Ola Verde” y regresaba a casa solamente el domingo por la noche, después de los partidos, para pasar un día de descanso con la familia.
Esto era durante primavera, verano y, a veces, hasta iniciado el otoño, mientras había torneos en el estado. En invierno no se juega béisbol en estas latitudes pues el frio es muy intenso.
En esta ocasión el jugador del equipo Secretaría de Recursos Hidráulicos, que por esos años competía en la segunda zona, en Chihuahua capital, en el torneo regional, tuvo permiso de ir a su casa el sábado por la noche para llevar a sus hijos a ver los partidos el domingo. (Entonces se jugaban las series con un partido el sábado y dos el domingo, y temprano, porque no había luces en los parques).
Para las 9 de la mañana ya estaban en el Estadio Manuel L. Almanza de la Ciudad Deportiva de la capital del estado, que era el mejor campo de juego de béisbol en la región. Y el sol, en cuanto se alzó en el horizonte, comenzó a calar de forma intensa.
Comenzó el partido y el jugador tomo su sitio, a la defensiva en el jardín izquierdo y en el orden al bate en el primer turno, espacios de los que era titular desde hacía años, pues empezó a jugar a este nivel desde 1948.
Las virtudes de este jugador eran la velocidad corriendo los senderos, la facilidad para embazarse, fildear de oído los batazos del contrincante y poseer un potente brazo para mandar los tiros de regreso al cuadro.
Se recordaba que en un juego de estrellas logró correr las cuatro bases del cuadro en poco menos de 13 segundos. Y ahí en ese estadio de Chihuahua, años atrás, se hizo notar al logar un importante out en home, cuando un corredor rival hizo pisa y corre desde la tercera base y este jardinero izquierdo metió el tiro desde la barda de un solo impulso.
“Fildear de oído” no es cualquier cosa, es una virtud que los jugadores tienen o no tienen, es como cantar entonado, o como tener encuadre en fotografía (por citar ejemplos), las personas pueden mejorarlo con la práctica, pero nunca lograrán hacerlo como los que traen la cualidad desde la cuna.
Fildear de oído es cuando un jugador sabe dónde va a caer la pelota desde el momento que sale, solamente por el sonido del contacto del bate con la bola. Esto hace que cuando vemos a un jardinero fildear de esta forma hasta nos parece que es fácil, pues se ubican con destreza y alcanzan a hacer la atrapada de manera más cómoda.
Cuando veamos a un jardinero de béisbol correr como desaforado y tirarse un clavado para alcanzar el batazo, no es necesariamente porque sea el mejor; a veces es porque tiene facilidad para correr, pero no fildea de oído, entonces tiene que hacer todo con la velocidad para llegar a la cita con la pelota. Es más difícil, pero también más vistoso.
Pues esa mañana todas estas situaciones de béisbol se estaban viendo en el campo de juego y los niños estaban felices, porque podían ver al equipo de su papá y a su querido papá en acción en el deporte que tanto les emocionaba.
Pasaron las primeras entradas y ya el calor era muy notorio; pegaba el sol de frente a los niños en las gradas de adelante, al centro, donde los habían acomodado muy amablemente, para que disfrutaran del partido.
Entre una entrada y otra el jugador vino y les trajo a sus hijos una paleta de hielo, sabor limón, de esas que les llamábamos cuatas, por tener dos palitos de madera y una marca al centro, que en realidad permitía hacer dos de una sola.
Pues así se hizo, se partió la paleta cuata en dos y se les dio a los niños, que ya andaban con la lengua de fuera, más aún que los propios jugadores en el terreno de juego. O al menos ellos así lo sentían.
El jugador se distinguió siempre por tener un gran ingenio para improvisar bromas y aplicarlas con una formalidad que no se sabía, a ciencia cierta, si estaría hablando en serio. Y en esta ocasión se la aplicó a sus niños.
Aquí está esta paleta de hielo, la partimos para que sean dos y me guardan una para cuando se acabe el partido, por favor, les dijo. Los inocentes muchachitos se la creyeron al bromista papá y entonces empezaron a comer los dos de una sola paleta, cosa que disfrutaron enormemente al mitigar el fuerte calor con un hielo dulce con sabor a limón.
Muy rápidamente, en unos minutos, el hielo se derretía por la alta temperatura y el implacable sol de este ya mediodía en la zona desértica del norte de México. Entonces los niños apuraron el consumo de su deliciosa paleta y ahí fue donde se dieron cuenta que tenían un grave problema: la paleta que les encargó su papá igualmente se derretía con facilidad y ya la mano del niño más chico, al que le tocó sostenerla, estaba totalmente embadurnada de jarabe pegajoso color verde. Así hasta que solo fue un palito con mínimos restos de hielo.
Para esto se acabó la siguiente entrada y el jugador vino a ver cómo estaban sus hijos. Solo entonces advirtió que habían creído su broma y únicamente se habían comido una parte de la paleta y habían tratado de guardarle la que supuestamente les encargó, cosa que no consiguieron pues el calor no lo permitió.
El jugador ya no sabía si reír o tener algún otro gesto que mostrara la ternura que le invadió al ver que sus hijos hicieron todo lo que pudieron por conservarle su paleta y ellos solamente se comieron una parte. Los llevó a lavarse las manos y les tuvo que comprar otra paleta cuata, ahora si una parte para cada uno.
No se imaginó que en los niños iba a prevalecer el principio de obediencia, o hasta de preferir no comer ellos para dejarle la paleta a su papá; creyó que iban a saber que era solo una broma, pero pasó por alto que los chicos eran solo unos niños, y además sus hijos.
Esta experiencia resultó inolvidable para los niños, pues vieron jugar a su papá en un buen momento de su carrera como beisbolista y además consolidaron valores familiares.