Por Luis SILVA GARCÍA
CHIHUAHUA CHIH.- Debió ser allá por los primeros años de la década de los 1960s cuando, en Ciudad Delicias, Chihuahua, Doña Elvira, una señora muy activa y de iniciativa inusitada, tomó la cubeta, la llenó de polvo de cemento, agarró la cuchara de albañil y salió al patio de su casa, muy dispuesta a construir un escalón al pie de la puerta, pues el piso interior quedó muy alto y al salir ya era un riesgo, más aún para los niños pequeños.
Ella siempre se distinguió por no ser atenida, para nada. Le había pedido a su marido que le pusiera ahí un escalón de madera, ya que el señor laboró mucho tiempo en una carpintería y además se notaba que le gustaba mucho trabajar la madera y tenía herramientas, aunque ahora ya trabajaba en otro lado.
Pasaron los días y las semanas, y como no le ponían el solicitado escalón pues pensó “mira, pues ni que no tuviera yo manos, voy a hacer ese escalón con lo que tenga”. Y Ahí estaba pues esa mañana batiendo el cemento con agua, y armando, de a poco, con la pura cuchara de albañil el escalón: un cuboide de unos 20 centímetros de alto, unos 40 de ancho y otros 15 de profundidad.
Ya estaba muy avanzada con su “obra de construcción” cuando llegó de visita Gilberto Villa y le dijo: “comadre, si no le pone formas de soporte en los lados a ese escalón, no lo va a poder terminar, se le va a desmoronar”.
– “Ande compadre, usted que va a saber, usted solo sabe de béisbol y de la tomadera, mejor ayúdeme a batir la mezcla, ande, tome ese azadoncito que está ahí en el rincón y dele”, ordenó Doña Elvira, que don de mando, vaya que tenía.
Claro que al compadre le asistía la razón: a esa forma de cemento le hacía falta cimbra para fraguar. Pero igualmente a la comadre le asistían el ímpetu y la determinación. Terminó su obra de albañilería ese día y nuca se desmoronó el escalón permaneció ahí, incólume, hasta que, muchos años después, la familia se fue a vivir a otra ciudad y la casa se vendió y fue demolida.
Ese escalón significó un monumento a la autonomía de la ama de casa, ciertamente con una cuarteadura al centro, pero ahí permaneció, útil, para que cada vez que alguien saliera al patio no olvidara que Doña Elvira “no necesitaba guajes para nadar”.
Ya entrada en años, una mañana Doña Elvira caminaba hacia el mercado y no pudo ver una saliente en la banqueta, por lo que tropezó y fue a dar al piso de frente, con la cara contra el cemento; el golpe le dislocó la nariz y la chorreadura de sangre era profusa. Iba sola ese día, como casi siempre, por esa época, estaba sola en la casa.
Trató de no entrar en pánico, tomó su paño y se lo apretó en la lesión para evitar mayor hemorragia; se fue de regreso a la casa y sentía que la nariz estaba chueca. La conducía su característico sentido común.
Cuando llegó, el flujo de sangre ya estaba controlado, por lo que concluyó que no tendría mayor daño, aunque si veía y sentía la nariz totalmente hacia un lado. Enseguida procedió a una solución: tomo la nariz con el paño, respiró profundamente y movió, de golpe, con toda su fuerza, la prominencia de la nariz hacia su lugar original.
El dolor fue inimaginable, pero corrigió el problema; nunca requirió atención médica por ese accidente y su nariz quedó “normal” por el resto de su vida. Así era la determinación de Doña Elvira.
Regresando a la década de los 1960s, en una ocasión uno de los hijos pequeños de Doña Elvira estaba muy preocupado porque le tocaba ir al templo, a una ceremonia en la que tenía que estar, en un momento, de rodillas en una parte alta y de espaladas a la concurrencia.
Lo que inquietaba al chamaco es que los tacones de sus zapatos ya estaban totalmente gastados y cómo iba a ponerse de rodillas y todos iban a ver sus tacones gastados. Doña Elvira, como era su costumbre, iba a poner solución al caso, aunque no precisamente colocando tacones nuevos, ya que no había recursos para ello.
Tomo unos zapatos viejos de su marido, le quitó los tacones, gastados de un lado, y cortó con un cuchillo la parte más dañada hasta dejarlos del tamaño de los zapatos, más chicos, del niño. Por supuesto que el corte no era como de maquina industrial, pero tampoco se notaban los tajos del cuchillo. Zaz, caso resuelto.
Oh! Pero esto no tranquilizó al niño: por mucho tiempo imaginó que, al estar ahí de rodillas frente al altar para recibir la comunión en misa, todos los asistentes iban a ver sus tacones, pensaba él, como si estuvieran cortados en zigzag.
Hasta años después, ya adulto, entendió que en realidad nadie había siquiera notado sus tacones y que, gracias al ingenio, voluntad y arrojo de su mamá, es que pudo asistir a la ceremonia que le correspondía, como en realidad, reflexionando aún más, gracias a esa gran señora es que los hijos pudieron salir adelante para ser felices y personas de bien.
La siguiente expresión es un lugar común y no por ello menos contundente: no tiene uno ni idea de lo que las mamás son capaces de hacer por sus hijos.
Estos breves recuerdos han tenido el propósito de ser un humilde, pero genuino, homenaje a Doña Elvira García Alarcón, mi señora madre, quien hace casi 20 años partió de este mundo luego de cumplir, con creces, su misión terrenal. También, a la vez, una felicitación y reconocimiento a todas las madres por el reciente 10 de mayo.