Paso libre

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Por Luis SILVA GARCÍA

CD. JUÁREZ CHIH.- Coyame es un pueblito desértico, olvidado y empobrecido, que se ubica junto a la antigua carretera entre Chihuahua y Ojinaga, la ciudad fronteriza donde hace más de 40 años sentaría sus reales Amado Carrillo Fuentes, el “Señor de los Cielos”, quien llevó a niveles insospechados el denominado Cártel de Juárez.

Pues era noviembre del 1984 cuando llegué a Coyame a buscar una historia interesante. Me habían dicho que ahí encontraría a un señor que se dedicaba a llevar marihuana empaquetada a importantes ciudades de Estados Unidos. Y así fue, ahí lo hallé.

Entre las pocas calles de tierra no me fue difícil dar con la casita de Don Francisco Ramírez, agricultor curtido al sol, hombre ya maduro, recio y a la vez muy amable; llegue aquel día casi a la puesta del sol y para pronto Don Francisco me pasó a cenar a la mesa de su casa.

Entre los frijolitos con requesón y la bebida caliente de yerbanis (brebaje sustituto del café, y ni se diga del refresco, por aquellas regiones inhóspitas), en la plática con la familia me percaté que sabían claramente del movimiento de narcotráfico por la región.

Al rato ya brillaban en la mesa las copitas con sotol, bebida de agave típica del desierto chihuahuense, pero más aún precisamente de Coyame: ante una visita, así fuera sin anunciar y de un desconocido, no podía faltar la cortesía.

El hecho es que con el aguardiente de unos 40 grados a cualquiera se le abre el espíritu y se le aliviana la lengua, y Don Francisco no podía, ni quería, ser la excepción.

Me cuestionó: A ver, a ver, usted cómo le hace cuando cruza la frontera para Estados Unidos, qué le piden los gringos para poder ir a El Paso, Texas (frontera con Ciudad Juárez), o a Presidio (frontera con Ojinaga).

Como que qué me piden -le dije- pues para eso tengo mi mica, me piden el pasaporte, si no es que se les ocurre exigir hasta la vacuna del perro, por eso lleva uno todos los papeles en regla, porque los güeros son muy exigentes para dejar pasar a su país.

Don Francisco, a través de la copa cristalina de sotol, miró la luz de la lámpara colgada en las vigas de troncos de álamo del techo, y me espetó con presunción: pues le voy a contar lo que hacemos mi chamaco y yo.

Mire señor, nosotros manejamos unos tráilers, de esos de caja grande, uno Paco, mi hijo, y otro yo; nos toca ir cada semana en los dos camiones desde aquí hasta Chicago, una vez, y a la siguiente hasta Nueva York, y así vamos y venimos, sin parar.

Las cajas van llenas de ladrillos de marihuana (paquetes de 5 kilos compactados y sellados con plástico, mismos que producían las “plantas” de Caro Quintero en Búfalo y en Falomir), allá descargamos y venimos de vacío.

Y para cruzar nada más llegamos al puente y así nos dejan pasar sin preguntar nada, y cruzamos todo Estados Unidos en dos o tres días y nunca nadie nos ha dicho nada, ni la policía ni nadie nos ha molestado, y que bueno, porque ni Paco ni yo masticamos el inglés.

Tomó, con su regordeta y tosca mano, una mitad de limón, le puso sal, se la llevó a la boca, levanto su copita y dijo: salucita… y no me va usted a creer eh… pero ni mi hijo Paco ni yo hemos tenido nunca pasaporte, y así vamos y venimos.

Me quedé disfrutando mi sotol y meditando acerca de la red de implicaciones y contubernios que debía existir en miles de kilómetros para que la droga pudiera viajar sin problema desde los lugares de procesamiento hasta los lugares de consumo. La historia de Don Francisco, el de Coyame, nos revelaba que estábamos ante un asunto muy, muy grande.

Ya tenía mi nota, había disfrutado de una excelente cena y sotol en un envidiable ambiente familiar de la gente hospitalaria de este pueblo desértico. No podía pedir más. Di marcadamente las gracias y salí.

Por mucho tiempo quedó en mí el grato recuerdo de las sinceras carcajadas de Don Francisco después de que remató, casi a gritos desde la puerta de su humilde casa “Ah y oiga, los trailers ni placas train”.