Por Fray Fernando
CHIHUAHUA CHIH.- Hay una historia que repercute en los rincones de la memoria, un eco que se entrelaza con el viento y las montañas: el ataque al cuartel de Madera, el 23 de septiembre de 1965, cuando trece guerrilleros, comandados por Pablo Gómez Ramírez y Arturo Gámiz, decidieron desafiar el destino e implicaba enfrentar poderes insensibles y represivos por la vía de las armas. De esos trece, cinco nacieron en las aulas de la Benemérita y Centenaria Escuela Normal del Estado de Chihuahua “Luis Urías Belderraín”.
Nombres que resuenan en muchos rincones del país y estado: Pablo Gómez Ramírez, Arturo Gámiz García, Rafael Martínez Valdivia, Francisco Ornelas Gómez y Oscar Sandoval Salinas. Cinco espíritus que, conscientes de la danza entre la vida y la muerte, se entregaron a la lucha por la libertad, sabiendo que en sus manos no solo portaban armas, sino también el poder de sus ideales.
¿Cómo explicar que casi la mitad de aquellos guerrilleros, que en el amanecer de ese día marcharon hacia un destino incierto habían sido estudiantes de la Escuela Normal del Estado de Chihuahua? Aún sin una investigación rigurosa, es posible entrever en el tejido del tiempo algunas pistas, como hilos finos que asoman entre las sombras de la historia, y que invitan a desentrañar este asunto parte de una acción guerrillera considerada un parteaguas en la conciencia de la nación.
El primer rastro aparece en el contexto mundial que se vivía desde los años cincuenta, cuando las estructuras se tambaleaban y el mundo parecía respirar con un nuevo aire de rebeldía. La posguerra trajo consigo un malestar silencioso, una inquietud que se manifestó en movimientos sociales que buscaban derrumbar viejos órdenes: el colonialismo, el imperialismo, la opresión de las mujeres, las jerarquías autoritarias en las fábricas, universidades, iglesias y familias. Era una época en la que la rebelión se vestía con faldas cortas, cabellos largos, canciones que parecían murmurar revoluciones, y manos que no dudaban en empuñar las armas. Y aunque guste o no, muchas de las libertades que hoy disfrutamos —desde el derecho a decidir sobre el propio cuerpo hasta la libertad de expresión— tienen sus raíces en esos días llenos de furia y esperanza.
En el horizonte, la Revolución Cubana de 1958 brillaba como un faro, y sus luces iluminaron también los caminos de los normalistas de Chihuahua. Sin embargo, no era solo el eco del Caribe o el entorno mundial de rebeldía lo que los guiaba. En Chihuahua, las cicatrices del poder eran profundas, y los gobernantes de turno —Alfredo Chávez, Fernando Foglio Miramontes, Oscar Soto Máynez, Jesús Lozoya Solís, Teófilo Borunda y Práxedes Giner Durán— desde 1940 respondían más a los intereses de una oligarquía intocable que a las necesidades del pueblo. Y en ese clima de represión y desigualdad, los normalistas se unieron al latido campesino, a esa insurgencia que clamaba por justicia, tierra y dignidad, marchando con los desposeídos y enfrentando la violencia de las autoridades.
En las ciudades del estado, las voces de los normalistas se alzaban junto a los trabajadores, junto a los inquilinos de las míseras vecindades y los indígenas tarahumaras. Eran testigos del sufrimiento de los braceros que buscaban contratos hacia Estados Unidos, de los barrios olvidados, de las explotaciones silenciosas que destrozaban cuerpos y almas. Y aunque eran jóvenes, entendían el peso de la injusticia, sabiendo que, para muchos, el futuro no ofrecía más que promesas rotas.
Los normalistas también se vieron envueltos en las luchas ideológicas que enfrentaban a una derecha recalcitrante con grupos progresistas como el Partido Comunista, el Partido Popular Socialista y el Frente Electoral del Pueblo. Las batallas se libraban tanto en las calles como en las ideas, y los normalistas, con sus espíritus ávidos de justicia, participaron de manera activa, en defensa de un cambio que ya sentían en los huesos.
El segundo hilo del misterio nos lleva al origen de los cinco guerrilleros. Pablo Gómez Ramírez, Oscar Sandoval Salinas y Francisco Ornelas Gómez no nacieron entre privilegios, sino que surgieron del campo, de la tierra árida que forja corazones fuertes y espíritus indomables. Pablo, en Saucillo, vio desde niño la lucha de los campesinos por el agua y la tierra, siguiendo los pasos de su padre, Pablo Gómez Chavarría, en esa eterna batalla por lo justo. Oscar, en Congregación Esperanza, en el Valle de Juárez, fue testigo de las miserias y las carencias de los ejidatarios, mientras que Francisco Ornelas creció bajo la sombra de una familia comprometida con la resistencia campesina.
Rafael Martínez Valdivia, por su parte, vivió en la ciudad, en la pobreza urbana, entre vecindades hacinadas y calles donde la miseria se escondía en cada esquina. Su vida en los barrios marginados lo conectó de manera comprometida con las luchas sociales, participando activamente en ellas desde su juventud.
Arturo Gámiz, por su parte se formó al interior de una familia de obreros con raíces campesinas y aunque no era originario de Chihuahua, asumió la lucha más allá de cuestiones triviales y se entregó afanosamente a organizar a sus compañeros, a la gente para enfrentar la injusticia y lograr la libertad. Egresado de la Normal se dedicó inicialmente a formar sus alumnos de primarias rurales para luego dar el salto a la guerrilla.
Finalmente, un tercer hilo aparece en la formación académica y científica que estos estudiantes recibieron en la Escuela Normal del Estado, donde los maestros, de espíritu liberal y pensamiento crítico, sembraron semillas de inconformidad y rebeldía en sus corazones. Eran tiempos en los que el aula no solo era un lugar de enseñanza, sino un espacio de reflexión y confrontación de ideas. Los maestros, con sus enseñanzas, los invitaron a cuestionar el mundo que los rodeaba, a pensar por sí mismos y a luchar por la justicia y la igualdad.
Estos tres hilos —el contexto, el origen y la formación— nos permiten entrever las razones por las cuales estos cinco jóvenes normalistas decidieron, un 23 de septiembre, ofrecer sus vidas en un acto de valentía que resuena aún en los rincones de la historia.
Hoy, sin embargo, en la Escuela Normal del Estado, poco se sabe de ellos. Sus nombres, que deberían estar grabados en piedra, apenas resuenan en las aulas que alguna vez recorrieron. Por eso, hago un llamado a la comunidad normalista actual y a sus egresados, para que se levante un memorial en honor a Pablo, Arturo, Rafael, Oscar y Francisco, y que su legado no quede en el olvido, sino que sirva como faro para las generaciones futuras, recordándonos siempre que hay luchas que valen la vida misma.