El Pulitzer en los arenales

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Por Luis SILVA GARCÍA

Con un muy buen español para ser extranjero, pero si con un notorio acento, además con su elevada estatura, cabello largo, de amarillo a entrecano, y profundos ojos azules tras las gafas de aumento, el gringo llegó a las arenosas tierras y aterrizó en el periódico en Cd. Juárez.

— ¿Tú eres Louis? Me dijo Pegrito que podía confiar en usted (así, usando indistintamente el tu y el usted) para que me ayudes a hacer mi reportaje sobre el narcotráfico en la frontera norte de México y sur de Estados Unidos.

Era Sam Dillon, periodista del New York Times quien, junto a su esposa, Julia Preston, habían sido designados como corresponsales del medio de comunicación en la Ciudad de México y con cobertura prácticamente en toda América Latina. Corría el año 1995.

El mentado “pegrito” no podría ser otro más que el fotoperiodista más importante de México: Pedro Valtierra.

Así que ya ni pregunte; este fotógrafo y yo éramos compañeros iniciadores del periódico La Jornada de la Ciudad de México y eventualmente nos mandaba a los periodistas que querían buscar información en las tierras bárbaras del norte. Y por esas fechas eran muchos los periodistas, nacionales y extranjeros, que viajaban a Chihuahua, y particularmente a Cd. Juárez, para reportear el tema del narcotráfico y sus implicaciones sociopolíticas.

Nos pusimos a trabajar con Sam en el caso y resultó ser una experiencia muy agradable, pues conocimos a detalle a un periodista formado en las grandes universidades de un país del primer mundo, además de que resultó un gran ser humano y compartía su sapiencia con todos los que convivía, sin importar cual fuera el trabajo de cada uno.

Un día, platicando en torno a una cerveza y una carne asada, se asombró al conocer que para ser reportero en México no era requisito la carrera universitaria, y menos aún la especialidad en periodismo o comunicación, que por entonces las cátedras de dicho ramo eran incipientes en nuestro país.

— No -le dije- si existiera esa norma nos quedaríamos sin reporteros, porque no hay gente preparada para esta profesión y, más aún, las pocas escuelas de comunicación son deficientes en la formación humana de los alumnos y ¿cómo puede ser un periodista honesto, si como persona carece de valores?

A Sam le parecía increíble lo que sucedía en México con el gremio periodístico, y más aún cuando supo de los exiguos salarios, de las extensas jornadas laborales y de que solamente se descansaba un día a la semana.

— A mi me enseñaron en el colegio que el trabajo de redacción es tan intenso y requiere tanta concentración, que no debe hacerse más que por cuatro horas al día para que salga bien; y la semana es de 40 horas de labor, para descansar bien y hacer el trabajo bien. Argumentó el corresponsal.

— Y entonces ¿cómo le haces? porque veo que tienes buenos reporteros y gente valiosa editando, haciendo encabezados, revisando las notas… cuestionó.

— Mira amigo, se da uno sus mañas: consciente de que difícilmente iba a encontrar gente egresada de la universidad que estuviera preparada para el periodismo, me fui a buscar entre las personas que tienen una preparación humana más sólida, y así encuentras entre nuestros reporteros a sociólogos, filósofos, psicólogos, a veces abogados, pero pocos comunicólogos, porque esos se van más sobre el dinero que deja la publicidad o la TV, para eso los entrenan.

Por muchos meses Sam estuvo viajando y en variadas ocasiones trabajamos juntos para completar las historias del narcotráfico en México que fueron publicadas por entonces en el New York Times. Sobre todo, lo más útil para Sam y Julia fue el acceso al archivo que, sobre el tema, habíamos acumulado nosotros, como periodistas, mediante el trabajo de aquellos años.

Cuando las historias se hicieron públicas y particularmente salió a la luz, a nivel internacional, el involucramiento de dos gobernadores con las operaciones del Cártel de Juárez, que fueron Jorge Carrillo Olea de Morelos y Manlio Fabio Beltrones de Sonora, entonces se vino una campaña para tratar de desprestigiar a los periodistas estadounidenses, pero el tiro les salió por la culata, porque solamente hicieron más notorio su trabajo informativo.

En 1998 Julia Preston y Samuel Dillon fueron galardonados nada menos que con el premio Pulitzer (el más prestigiado en periodismo a nivel internacional), por la serie de reportajes sobre el narcotráfico en la frontera norte de México.

A penas le avisaron a Sam, que por entonces andaba en su país, tomó el teléfono y se comunico: Louis –me saludó- estoy en deuda con ustedes, porque sin su apoyo nunca hubiéramos hecho las historias que nos llevaron a este premio y tu sabes que muchos pasajes y descubrimientos son de ustedes más que de Julia y míos.

Le felicité, como correspondía, y añadí: No te preocupes amigo, ya tendrás oportunidad de saldar tu deuda cuando vengas a Juárez; solo te voy a pedir que hagas una capacitación para el personal de este periódico.

Y así fue. El Premio Pulitzer Samuel Dillon vino a dar un curso a los reporteros y redactores del periódico en Juárez. Y cuando estaba corriendo esta capacitación pasé por el lugar a saludar y me encontré con que no solamente los integrantes de la redacción estaban ahí, sino hasta los trabajadores del taller y rotativa lo escuchaban con atención. Y es que el corresponsal se había ganado la confianza y se había hecho amigo de todos.

Los gobernadores balconeados intentaron un recurso internacional para desmentir las acusaciones, pero calcularon que no podía prosperar y se fueron por la vía de interponer una denuncia en México, misma que prácticamente no se conoció ni avanzó, y el prestigio de Julia y Sam quedó a salvo y fortalecido.

Sus historias del narcotráfico de aquella época son ahora un referente sólido de dichos acontecimientos, máxime que en 2004 publicaron un libro, cuya traducción al español se titula “El Despertar de México”, (Océano, México, 2004).

Para el año 2000 yo me fui a la Ciudad de México y Julia y Sam regresaron a Estados Unidos. No fueron retirados de la corresponsalía por cuestiones políticas o de sus publicaciones, se fueron por cuestiones personales.

Como pareja ya no estaban a gusto y, al tener una hija pequeña, Sam decidió aceptar una de las ofertas que tenía en la academia, de manera que se integró como profesor universitario, mientras que Julia se quedó con la corresponsalía en México y viviendo con su hija. Pero no pasó mucho tiempo en que regresaron también a su país.

No volví a ver a Sam ni saber de él hasta que un día, en Washington, DC, una luchadora social de la ONG National Security Archive, que me invitó a una jornada internacional de transparencia y apertura de archivos secretos, Kate Doyle, resultó ser muy cercana a estos periodistas, pues su esposo, el también periodista del NYT, Tim Weiner, fue corresponsal en México después de ellos.

Así contacté nuevamente a Sam, para enterarme que está feliz aportando a estudiantes como maestro en universidades en Estados Unidos, y si esperamos que algún día regrese a Cd. Juárez para repasar los acontecimientos con su enfoque informativo y critico, pues en estos 30 años, en ese tema, poco ha cambiado por estos arenales.