Por Luis SILVA GARCÍA
CD. JUÁREZ CHIH.- Esa mañana de la Semana Santa de algo así como 1974, mi amigo, más bien mi hermano, Carlos, y yo, caminábamos por la única callecita del pueblo rural ubicado junto a un rio, en la planicie de cara hacia la Sierra Madre Occidental en el estado de Chihuahua.
Se acostumbraba, hace unos años, en la época en que las prácticas profesionales realmente se realizaban, que los estudiantes de materias de contenido humano, salieran a practicar en el trato con las personas, en la realidad de la vida, en la cotidianidad.
Para los que vivíamos permanentemente en poblaciones de entorno más urbano, como la capital estatal, o la fronteriza Cd. Juárez, amanecer junto a un rio, entre viviendas de adobe encalado, todas con su zaguán y con un corral lleno de árboles frutales, con la naturaleza floreciente a un flanco y las montañas de fondo, resultaba realmente edificante.
Caminábamos y charlábamos en el melodioso entorno: el sol ya empezaba a levantar pero aún se escuchaba a lo lejos el trinar de algunos gallos, entre el movimiento de caballos y de reses, que abundaban por la zona; sin olvidar el ulular del aire entre las hojas de los árboles y al traspasar a través de los sembradíos, pues en esta época del año la campiña de estas latitudes se caracteriza por sus muy fuertes ráfagas de viento.
Ensayábamos entre nosotros los posibles mensajes que intentaríamos comunicar a las personas que planeábamos visitar en esta población, con el propósito de llevarles una reflexión de la jornada religiosa en la que participábamos como estudiantes de preparatoria del Seminario Católico de la Diócesis.
Era un ejercicio de preparación denominado pomposamente “misión”, el cual yo definiría con mayor exactitud como práctica de lo que se estaba aprendiendo y más aún como una aventura en el campo, pero siempre cargada de la riqueza que se encontraba en las personas con las que uno convivía y a las que llegaba a conocer en estas ocasiones.
Buenos días –respondió muy amablemente la señora de la casa a la que llamamos mediante unos golpecitos en la cerca de madera–, pasen por favor muchachos y siéntense a tomar algo.
La nobleza y hospitalidad de las personas de estos lugares es apabullante, no es posible que llegues a su casa y no te sirvan lo que tengan de comer; es para ellos un honor que les acompañes y el asunto no está a discusión: te sientas y tomas y comes, no hay otra opción.
Y tampoco piense usted que va uno sin temores, pues la historia señala que en esta zona es donde Pancho Villa reclutaba a los rifleros de sus famosos Dorados. Así que queda muy claro: por aquí la gente es de verdad de armas tomar, pero eso no les quita, de ninguna manera, su gran cordialidad.
Pues ni bien habíamos contestado el saludo, menos aún intentar dar algún mensaje de tantos que prepara uno, para cuando ya teníamos delante nuestro, en la mesa, abundantes y humeantes platos de lentejas.
Me asaltaron de inmediato las escenas de mis caprichos en casa en Delicias, donde me hice la fama porque de niño casi no me gustaba nada de comer; me tenían que andar hasta ofreciendo paga para que diera cucharadas al plato de frijoles, y terminaron por servirme medio vaso de cerveza antes de cada comida, que para que me diera hambre. Eso fue a consejo de mi madrina, la religiosa austriaca Canisia Malzer.
Pues ahora estaba ahí, en el poblado de San Andrés, frente a un plato de lentejas, que por supuesto tenía claro que no me gustaban y estaba absolutamente seguro que nunca las habría siquiera probado.
La actitud maternal de la anfitriona, con su numerosa prole a un lado, todos viviendo obviamente entre grandes carencias, y de seguro quitando el alimento de la boca de algún integrante de su familia para ofrecerlo con orgullo a los “misioneros” que les visitaban, no permitía opción alguna: había que ingerir las lentejas y ya, sin vuelta de hoja.
Mire de reojo a Carlos y observé como avanzaba ya más allá de medio plato, casi derramando al comer con tanto gusto, de manera que me reprendí por dentro: pues esto no puede estar tan desagradable como me he hecho a la idea, así que manos a la obra.
Me aventé y probé por primera vez en mi vida las lentejas. Fue como abrir, de golpe, unas pesadas puertas de un mundo culinario que, por caprichoso y por ser yo tan impositivo, me había perdido por tantos años.
Y no era tanto por el alimento, que en si de verdad era un manjar, pero más todavía por el entorno, las manos amorosas y recursos exiguos de quien lo preparo, y sobre todo por el espíritu y significado con el que lo ofreció a los visitantes.
Para mi era entrar a un universo en el que se goza de la buena comida, por buena, por ser alimento y soporte del cuerpo que sostiene al espíritu, y por todo lo que rodea al mundo culinario, que se compone primero que nada por las personas que a ello se dedican por vocación, entre las que destacan en primer lugar, aún muy por encima de los grandes chefs, las madres que cocinan para su familia; si eso alguien un día te lo comparte, no hay tarifa en el mundo que pueda pagarlo.
Lo aprendido esa mañana fue apabullante: si, llevamos un mensaje de paz y solidaridad a esa familia, en esos días de reflexión en torno al sacrificio de la muerte de Jesucristo, que creó la religión cristiana occidental en el mundo; y siempre me tocó que en las comunidades agradecieran nuestro esfuerzo y compañía; pero lo que recibimos a cambió fue mucho más grande, en el amor y grandeza de las personas cuando dan lo que tienen sin restricción. Y así era lo que se encontraba en esas “misiones” de Semana Santa.
Entendí, en una exégesis muy particular, el pasaje bíblico del Génesis 25:29-34 en el que Esaú intercambia con Jacob, ambos hijos mellizos de Isaac, sus derechos de progenitura por un plato de lentejas.
Salimos Carlos y yo y nos despedimos con mucho gusto y agradecimiento de la señora y sus hijos; íbamos ya un tanto apurados para preparar la capilla de un ranchito más pequeño en el que el sacerdote iría a celebrar misa.
Ya con algunos fieles presentes conducimos el rezo de un Santo Rosario, pero resultó que era miércoles y no sabíamos cuales eran los misterios que correspondían para ese día, por lo que decidimos “olímpicamente” aplicar los misterios dolorosos, a sabiendas que correspondían al viernes, pero eran los únicos que nos sabíamos, en fin de que era Semana Santa. Ni platico a detalle lo que sucedió cuando llegamos a las letanías, pues las acomodamos a como Dios nos dio a entender (y me parece que no nos dio a entender mucho), ante la falta de un escrito o saberlas de memoria.
Cuando el sacerdote llegó e inició la ceremonia en ese lugar, donde normalmente no había misas, estaba todo medio abandonado, nos percatamos de que a nadie se nos había ocurrido llevar el misal que aplicaba, con las oraciones y lecturas correspondientes, entonces el sacerdote, un señor ya entrado en años pero con un sentido práctico y positiva actitud, tomó un misal viejo que encontramos por ahí y comenzó a leer el evangelio, que era el pasaje de la pasión, en latín, en un intento de traducción simultanea a los asistentes.
En un momento agarró el voluminoso cuan polvoriento misal, lo cerró he hizo a un lado.
— Bueno bueno –dijo a los fieles– esto está muy largo y complicado, así que como es una historia que se me muy bien, mejor se las platico.
Y continuó el evangelio de aquella misa con la actuación, hasta de bulto, de la Pasión y Muerte de Cristo por parte del Sacerdote como primer actor. Que resultó muy convincente.
¿Qué tan canónico sería el escenario de ese día? Seguramente no mucho, pero de lo que si estoy seguro es de que a los habitantes de ese ranchito, quienes recibieron al sacerdote y su oficio por escasa ocasión, les resultó gratamente impactante y acogieron el rito de esa Semana Santa como algo significante en sus vidas.
Fue un buen mensaje y para nosotros, como estudiantes, fue una gran lección, porque los acontecimientos ya corrían sombríos y en un abandono por aquellos años en esos rumbos, como es hoy en día por casi todo el paisaje campirano en México.